martes, 23 de marzo de 2010

Manawar: Felipe

Manawar es un pájaro, uno de mar.

Yo no sé de donde sacó su nombre, cruel o valiente, según de dónde se mire. Es una palabra en Creole, y su traducción en mi investigación obsesiva por el animal, resultó siendo “man at war”, hombre en la guerra.

Hay que conocerlo sólo por el dinamismo de su ser. Negro, impecable, lustroso, tan afilado que corta el aire a su alrededor.

Los mismos fantasmas creadores se debieron haber herido en su manufactura.

El día de mi primer encuentro con ella, yo estaba sentado en una playa cualquiera, de esas blancas que serpentean el caribe.

La sal melancólica, más que a la piel, se me pega a los huesos, pero la sensación de cristalización húmeda en estos lugares siempre es una sabrosa experiencia.

Corta el aire sutil y sigiloso. Flota. Es tan potente que con un mínimo batir de las alas resbala haciendo ondas, sólo sensibles a estados alterados de consciencia.

El sigilo de su despegue hace que el animal se me pegue a las retinas. Al develar el significado de su nombre, su encanto se torna indescriptible.

Manawar describe la posición de un soldado en su trinchera, armado, atento. Y hablemos de soldados de antaño, llenos de valor y morales, el soldado ideal invulnerable e impermeable, de casco redondo que marcha atardeceres en playas sanguíneas.

El de mostrar, el que no tiene una tendencia violenta pues nunca se le ve matar, un ídolo más que una máquina mortecina, el de un ideal que no toque las fibras sensibles de las tendencias políticas o pacifistas del lector.

Manawar flota sobre el agua por su pez, por su lucha diaria y por el amor que le espera en casa. Famélica de su sexo y de su alimento, como desde siempre, en el principio de los tiempos.

Me veo en la inmensidad de la arena. Alrededor, telas coloridas se exponen al sol, sosteniendo cuerpos variados, brillantes, dulzones, olorosos a coco y mezclas cítricas.
De no ser por el movimiento rítmico de la respiración casi desnuda, pensaría que son grandes pasteles decorativos del verano tostándose al sol.

Hay mujeres sobrias con tetas monumentales que prometen el fin de la hambruna mundial, otras con unas piernas poderosas que estrangulan el aire con el rítmico caminar. Los hombres más estáticos, vigilan en sus puestos de guardia. Algunos bordados con hilos finísimos de muchos colores que prometen la verdad absoluta de un bestial comportamiento; otros más refinados y moldeados, con diferentes pares de piernas no tan potentes, todos dispuestos a ser alimentados y estrangulados hasta el cansancio.

Todos, pájaros y humanos en una guerra de causas, similares en forma y danza.

Tanto ritmo caribeño me hace pensar. Pensar en el vuelo solitario que he llevado hasta el momento.

Un vuelo escogido en las excusas del trabajo, del crecimiento, del dinero, del poder. Un vuelo escuálido que en un principio parecía proyectarse lejano y recto, como un láser.

Y ahora parece más bien una madeja enmarañada con un recorrido curvo.

En el puesto de vigilia de la altitud alcanzada, en el punto medio de lo que he vivido y queda por vivir, evalúo la pertinencia de las decisiones tomadas.

Siento que la soledad elegidaq, más que una decisión certera, es un valor cobarde en la lista. El miedo guía algunas de las decisiones tomadas, muchas, en el caso de los soldados de campaña lejana.

Soy un manawar que ha hecho más de lo que se le ordena. Todo a su tiempo y en su debido lugar, un orden estricto, escalón por escalón, una fiebre rotunda por llegar, caminar, seguir borregueando borregos en mi condición de cordero. Soy leal y firme; no blando, aun no se decir no... Pero sigo intentando.

Al oírme, me siento más un llavero multifunción que un manawar, pero me gusta la sensación de libertad que me da la idea. Me gusta pensar que vuelo lejos, que vuelvo con el plumaje cansado a quitarme las costras y los parásitos del largo viaje, que alguien me espera y le puedo decir que ya estoy jadeante de tanto mundo.

Sin embargo estoy aquí, sentado en la mitad de mi tiempo, mirando atrás y adelante, y todo mi transporte cabe en un maletín de mano.

Sigo lustroso, brillante, pero ajado, casi disecado, como esas señoras emperifolladas que mueren en vestidos de fiesta (ellas ya murieron).

¿Soy lo que queda de esa especie? ¿Soy el último soltero inefable?

Un lobo estepario por profesión.

O un mentiroso adecuado, perfecto si hablamos de experiencia, ya soy maldito y no tengo alma, el viento y la sal me han hecho sólido y seco. El tiempo pasó, y me siento olvidado, asincrónico, atemporal. Jugando a patrones repetitivos sin saberlos repetir.

Rompo superficies y las atravieso fácil sin dejar rastro, sigo sin dolor y sin ser dolido, y vuelo en un efecto curvo y ecoico, pero a diferencia del sonido, vuelo para no volver.

No me esperan humedades, no me esperan corazones, y como no tengo alma, me espera mi estepa, mi solidaridad a los solitarios muertos en combate.

Soy un pájaro extinto en su propia existencia. Un manawar que no tiene un negro impecable; nací verde en la naturaleza, con una marca destinataria a ser rápidamente reemplazado por modelos económicos.

¿Dónde está entonces la selección natural que lleva a rotar el mundo en su eje inclinado?

Estoy oxidado, disecado y miedoso, un estandarte a solterones de la memoria popular.
De pronto lo que quiero es ser un manawar que busca otros tipos de guerra, guerras de carne y de sal, de esa que se pega más a la piel que al alma, de guerras intelectuales enormes con alguien que pinte el horizonte un poco más lejos que hasta donde alcanza la mirada.

No busco luchas solitarias que duren el momento de una noche extática, o necesaria, sexo inútil desperdiciado para amanecer pegajoso, más que en el mar.

Una estoica guerra de redención.

Y al final caminar en mis dos pies.

Ser un manawar, un Man at war.

No hay comentarios:

Publicar un comentario